Una Oración de Jesús: Mateo 26:36-56
36 Luego fue Jesús con sus discípulos a un lugar llamado Getsemaní y dijo: «Siéntense aquí mientras voy más allá a orar». 37 Se llevó a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo y comenzó a sentirse triste y angustiado. 38 «Es tal la angustia que me invade que me siento morir —dijo—. Quédense aquí y manténganse despiertos conmigo».
39 Yendo un poco más allá, se postró rostro en tierra y oró: «Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú».
40 Luego volvió a donde estaban sus discípulos y los encontró dormidos. «¿No pudieron mantenerse despiertos conmigo ni una hora? —dijo a Pedro—. 41 Permanezcan despiertos y oren para que no caigan en tentación. El espíritu está dispuesto, pero el cuerpo es débil».
42 Por segunda vez se retiró y oró: «Padre mío, si no es posible evitar que yo beba este trago amargo, hágase tu voluntad».
43 Cuando volvió, otra vez los encontró dormidos, porque se les cerraban los ojos de sueño. 44 Así que los dejó y se retiró a orar por tercera vez, diciendo lo mismo.
Cuando recordamos la última semana de la vida de Jesús antes de ser crucificado, sepultado y resucitado, a menudo la llamamos Semana Santa o Semana de la Pasión. Cuando pensamos en el camino de Jesús hacia la cruz, podríamos decir “La Pasión de Cristo”. La palabra pasión viene del griego pascho o pathos, que significa sufrir o ser objeto de una acción.
Tal vez en ningún otro lugar de las Escrituras vemos mejor la profundidad del sufrimiento que experimentó Jesús que en su oración al Padre en Getsemaní: “Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo…” (Mateo 26:39). En esos momentos choca su humanidad y su divinidad y vislumbramos las profundidades en las que entiende plenamente loque le espera y las implicaciones de su decisión de seguir adelante.
No mucho tiempo antes, Jesús había declarado audazmente a los fariseos: “Nadie me la arrebata, sino que yo la entrego por mi propia voluntad. Tengo autoridad para entregarla y tengo también autoridad para volverla a recibirla. Este es el mandamiento que recibí de mi Padre” (Juan 10:18). Si creemos en las palabras de Jesús y también en la súplica que envió a su padre estando en el jardín, entonces reconocemos que Jesús no tenía que morir. Podría haberse ido. “Es tal la angustia que me invade que me siento morir ”, les confiesa a sus compañeros al entrar en Getsemaní (Mateo 26:38). Durante las horas siguientes, clama tres veces a su Padre, anhelando desesperadamente otro camino:
“Padre mío, si es posible, no me hagas beber este trago amargo. Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (v. 39).
“Padre mío, si no es posible evitar que yo beba este trago amargo, hágase tu voluntad” (v. 42).
“Así que los dejó y se retiró a orar por tercera vez, diciendo lo mismo” (v.44).
Lucas, el médico y evangelista, nos dice que el sufrimiento emocional de Jesús era tan angustiante que a medida que oraba con más y más fervor, su sudor se convirtió en gotas de sangre que caían al suelo.
No podemos esperar comprender el peso y la inmesidad de la decisión de Jesús de absorber el pecado del mundo. Sin embargo, al reflexionar sobre su oración en Getsemaní a su Abba Padre, la metáfora de dejar pasar la copa es útil porque es muy rica en capas de significado e imágenes. A través de estas palabras vemos que Jesús se concibe a sí mismo plenamente como el Salvador de toda la humanidad.
Participar de la copa prefigura a la Iglesia como la esposa de Cristo. En la cultura hebrea, un hombre que deseaba casarse con una mujer viajaba con su padre a la casa de la mujer para reunirse con ella y su padre. Juntos negociaban la dote o el “precio de la novia”, y lo que el padre exigiría por dejar ir a su muy valiosa hija.
Después de acordar el precio, el futuro novio le ofrecía una copa de vino a su futura esposa. Este gesto simbolizaba su amor y compromiso con ella. Si ella decidía beberla, estaba sellando simbólicamente el pacto entre ellos. Ella aceptaba su vida y le entregaba la suya. Podía beber la copa o rechazarla. La elección era suya. Si bebía, se convertiría en su esposa.
La importancia de la copa se extendía más allá de las costumbres matrimoniales hebreas para impregnar la estructura de la forma en que el pueblo judío entendía su propia identidad y relación con Dios. La cena de Pascua, que Jesús tomó con sus discípulos antes del viaje a Getsemaní, estaba estructurada en torno a cuatro copas de vino, cada una de las cuales representaba una expresión de la redención descrita en el libro de Éxodo. Cuando Jesús levantó la copa en la última Cena, invitó a sus discípulos a participar con Él.
“Cuando llegó la hora, Jesús y sus apóstoles, se sentaron a la mesa. Entonces les dijo: “He tenido muchísimos deseos de comer esta Pascua con ustedes antes de padecer” (lucas 22:14-15).
Lucas continúa diciendo: “Después tomó una copa, dio gracias y se la dio a ellos diciéndoles: Beban de ella todos ustedes. Esto es mi sangre del pacto que es derramada por muchos para el perdón de pecados. Les digo que no beberé de este fruto de la vid desde ahora en adelante, hasta aquel día en que beba con ustedes el vino nuevo en el reino de mi Padre” (Mateo 26:27-29).
La muerte y resurrección de Jesús inauguraron un reino completamente nuevo. Pero tendría un coste inimaginable: el Cordero perfecto sería inmolado, llevando en su cuerpo y espíritu todo pensamiento, imaginación, palabra o acción que se haya levantado alguna vez contra el conocimiento de Dios.
En última instancia, la elección de Jesús en el jardín hizo eco de la oración que enseñó a sus discípulos a orar: “Hágase tu voluntad”. No pasó la copa; en cambio, bebió profundamente. Sólo horas antes, después de dar gracias, había invitado a sus discípulos a hacer lo mismo. De hecho, compartieron la copa en esa Última Cena. Pero cuando Jesús más necesitaba de su comunidad, no pudieron quedarse, sino que durmieron durante su noche oscura del alma. Jesús estaría totalmente solo con su padre en el jardín esa noche. En el acto de consagración más grande que jamás haya existido – o existirá – confió su voluntad al gran amor del Padre.
Qué así sea también en nosotros hoy.
Bonnie Perry es editora en jefe de Holiness Today.