Acción de Gracias y Lamento
Las llamadas nocturnas del trabajo rara vez son un presagio de buenas noticias. Dos veces en mi breve ejercicio como pastor del campus de una universidad he recibido este tipo de llamadas informándome de la pérdida de queridos estudiantes por suicidio. El golpe me dejó sin aliento cada vez, y la incredulidad, el dolor persistente y posterior, fue agudo. Predicar ante bancos llenos de adultos jóvenes en medio de la conmoción y el dolor es un privilegio pastoral que nunca aspiré lograr. Renunciaría a ese honor sin pensarlo si nos devolviera a esos estudiantes.
¿Quién de nosotros no ha recibido noticias dolorosas? ¿un accidente automovilístico, el diagnóstico con el peor escenario posible, los papeles del divorcio entregados en la puerta? El corazón cae al suelo, el estómago se retuerce, los ojos se abren y luego arden con lágrimas. Vivir en un mundo que gime en su camino hacia una nueva creación es conocer el sufrimiento y la pena. Si bien las palabras del apóstol Pablo siguen siendo ciertas al decir que no nos afligimos como los que no tienen esperanza, no estamos exentos de tristeza y angustia.
Y sin embargo, a menudo, nuestras prácticas de fe no reflejan esta realidad. Para aquellos que experimentan un dolor, una tristeza y un miedo profundamente arraigados, entrar a la iglesia puede sentirse como una realidad alternativa sorprendente. Cada canción, cada pasaje de las Escrituras escogido y leído, cada anuncio y apretón de manos late con entusiasmo y positividad. Los heridos que caminan entre nosotros, cuyas heridas abiertas hacen que la simple tarea de respirar sea casi imposible, se preguntan: ¿Hay lugar para mi lamento lleno de dolor en este lugar?
Creo que es importante mover el proverbial mobiliario de la iglesia para dar cabida al lamento. Algunos dirían que el lamento es inapropiado a la luz de la tumba vacía de Pascua. Pero me mantengo firmemente segura de que el lamento tiene un lugar para aquellos que sirven a un Dios que se lamenta, un Dios que llora y se lamenta por Israel desobediente y desata un furioso lamento hacia los perpetradores de la injusticia contra los marginados, Jesús que llora ante la tumba de su amigo Lázaro y el Espíritu Santo que gime ante el Padre por nosotros. ¿Hay espacio también para nuestro lamento, mientras esperamos que irrumpa la consumación del reino de Dios? Además, ¿podría ser que nuestro lamento sea también adoración como el canto más vivo de alabanza y acción de gracias?
Cuando miramos las escrituras, no solo vemos espacio suficiente para el lamento, sino también una plantilla para el lamento tanto individual como colectivo, como se proporciona en los Salmos. En su libro La espiritualidad de Salmos, Walter Brueggemann, describe los salmos de lamento como “salmos de desorientación”. Estos salmos, dice Brueggemann, nos recuerdan que “la vida humana consiste en temporadas angustiosas de dolor, alienación, sufrimiento y muerte” (8). Si bien hay variación en la estructura de estos salmos, hay un patrón que puede ayudarnos a practicar el lamento de una manera fiel: Angustia, Esperanza, Ayuda, Homenaje.
Angustia:
Cuando estoy angustiado, recurro al Señor;
sin cesar elevo mis manos por las noches,
pero me niego a recibir consuelo.
Me acuerdo de Dios, y me lamento;
medito en él, y desfallezco.
No me dejas conciliar el sueño;
tan turbado estoy que ni hablar puedo.
«¿Nos rechazará el Señor para siempre?
¿No volverá a mostrarnos su buena voluntad?
¿Se habrá agotado su gran amor eterno,
y sus promesas por todas las generaciones?
¿Se habrá olvidado Dios de sus bondades,
y en su enojo ya no quiere tenernos compasión?»
Y me pongo a pensar: «Esto es lo que me duele:
que haya cambiado la diestra del Altísimo».
Salmo 77:1-4, 7-10
Si bien no conocemos el contexto del Salmo 77, es claro que el autor está angustiado. Las imágenes son crudas: una mano extendida suplicante que busca a Dios, pero no lo encuentra, palabras reemplazadas por gemidos ininteligibles, ojos inyectados en sangre por el insomnio persistente. Quizás lo más inquietante para nosotros son las preguntas planteadas: ¿Dios se ha olvidado de mí? ¿Me rechazó? ¿Ha cambiado el Dios que creía inmutable?
Las preguntas se sienten profanas, una afrenta a Dios. ¿Cómo se atreve a cuestionar la acción (o inacción) del Señor? Pero, ¿y si las preguntas crudas y sin filtrar de los salmistas no son actos de blasfemia sino gestos de confianza? Cuando nos atrevemos a exponer nuestros temores más profundos a Dios, incluso en forma de preguntas y dudas descorteses y agresivas, demostramos fe en que Dios nos recibirá en nuestro estado de angustia.
Esperanza:
Prefiero recordar las hazañas del Señor,
traer a la memoria sus milagros de antaño.
Meditaré en todas tus proezas;
evocaré tus obras poderosas.
Santos, oh Dios, son tus caminos;
¿qué dios hay tan excelso como nuestro Dios?
Tú eres el Dios que realiza maravillas;
el que despliega su poder entre los pueblos.
Te abriste camino en el mar;
te hiciste paso entre las muchas aguas,
y no se hallaron tus huellas.
Por medio de Moisés y de Aarón
guiaste como un rebaño a tu pueblo.
Salmo 77: 11-14, 19-20
Habiendo derramado hasta las heces las penas de su corazón, el salmista pivota de manera notable e inesperada hacia la esperanza arraigada en el pasado. En la quietud dolorosa, recuerda las historias de su infancia: la liberación de Dios a Israel de los enemigos, el camino a la libertad hecho a través del mar, la guía a través del desierto. En este salmo, las palabras no son una mera recitación de la historia, sino más bien una declaración: Esto es lo que has hecho, Dios, y esto eres Tú: fiel, inmutable, atento, siempre atento. El salmista se deja llevar, no por su propia fe, sino por el testimonio del pueblo de Dios. así también, recordamos el testimonio de los fieles que nos han precedido y nos aferramos a sus historias. Estas historias nos dan esperanza, no porque nuestros resultados sean los mismos, sino porque el Dios que está con nosotros permanece sin cambios.
Ayuda:
Oh Dios y Salvador nuestro,
por la gloria de tu nombre, ayúdanos;
por tu nombre, líbranos y perdona nuestros pecados.
Y nosotros, tu pueblo y ovejas de tu prado,
te alabaremos por siempre;
de generación en generación
cantaremos tus alabanzas.
Salmo 79:9, 13
Como Dios ha actuado en el pasado, el salmista ruega que Dios actúe de nuevo. El ancla su súplica en el carácter de Dios como se revela a través del testimonio de la historia. Así también, llevamos nuestra angustia a Dios y presentamos nuestra pobreza de poder. Imploramos a Dios que actúe en base a lo que sabemos que es Dios a partir del testimonio de las Escrituras y la nube de testigos que nos rodea.
Homenaje:
Con cánticos alabaré el nombre de Dios;
con acción de gracias lo exaltaré.
Esa ofrenda agradará más al Señor
que la de un toro o un novillo
con sus cuernos y pezuñas.
Los pobres verán esto y se alegrarán;
¡reanímense ustedes, los que buscan a Dios!
Porque el Señor oye a los necesitados,
y no desdeña a su pueblo cautivo.
Salmo 69:30-33
Al final de un lamento, ¿Qué queda por hacer sino alabar? Hemos expresado nuestros miedos, dudas y dolores más profundo solo para descubrir que somos recibidos misericordiosamente. Al recordar los grandes actos de liberación, salvación, perdón y sanidad de Dios en la vida del pueblo de Dios, se nos vuelve a presentar el carácter digno de confianza de Dios. Si bien la circunstancia que provocó nuestro lamento puede quedar suspendida en el aire, sin cambios, somos cambiados en el lamento. Nuestro dolor es bienvenido, la esperanza permanece y nuestra petición es escuchada. Gracias a Dios.
Estephanie Lobdell es pastora del Campus en la Universidad Nazarena de Mount Vernon.